Y en el momento del día en el cual más necesitaba relajarme, mi mente me transportó en el tiempo y en el espacio y me llevó hacia atrás...
Es 20 de enero del 2000. Luego de pasar una de las noches en las que más miedo tuve en mi vida, finalmente es de día y estoy viva. He logrado recorrer varios de los kilómetros que necesitaba, aunque aún no haya llegado a destino, pero ya falta poco, y estoy en camino.
Estoy en una ruta, quién sabe qué número es, dónde empieza o dónde termina. Para mí simplemente es la ruta que une Atacames con Montañita, en este pequeño, extraño y lejano país de latitud 0°, llamado Ecuador.
Estoy con Caro. Nos subimos a esa combi. Pero de una manera especial. Adentro ya no hay lugar, y ante las amenazas de más cortes de ruta, no nos queda otra salida que subirnos al techo y viajar entre mochilas y otros dos de nacionalidad australiana. Nos sujetamos bien, ya que sabemos que los conductores ecuatorianos saben pisar el acelerador, y que las rutas acá están repletas de curvas y contracurvas.
El miedo todavía se nos nota en los ojos. El cansancio también. Salimos de Atacames casi como si abandonáramos el paraíso, huyendo ante la posibilidad de quedar atrapadas al borde de la frontera con Colombia debido a que este país está en plena revolución y nosotras estamos aprendiendo a reconocer la palabra
piquete por primera vez. Los buses nos dejan en las rutas. De pronto el chofer dice "no va más" y es así: hay que bajarse. Es de noche y todos los gatos son pardos. Hacer dedo en la ruta nos acerca dos trayectos. Y en el último, a la vez, nos hace zafar de un momento feo. Creímos que quizás no la íbamos a contar, pero la contamos...
Luego de un par de kilómetros, se abre ante nuestros ojos un tremendo océano azul profundo, con olas de espuma blanca que rompen sobre él. Playas serenas y doradas. Olor a mar. Sonido a mar. El Pacífico a la izquierda y los Andes, que allí son verdes y curvos, a nuestra derecha. Y nosotras sobre el techo de una camioneta a gran velocidad. Con el viento que nos golpea la cara y nos revoluciona los pelos. Con el sol radiante que nos calienta y enrojece los brazos y las mejillas. Ese sol que ahora tengo más cerca que nunca.
Nos miramos y es como si juntas respiráramos profundo. Estamos bien. Somos felices, así, con tan poco. Estamos vivas. Rodeadas de belleza en su estado más natural. Hacemos los malabares necesarios para abrazarnos sobre ese techo y sólo nosotras dos entendemos todos los significados que tiene ese abrazo.
Y me transporto, porque fue quizás el momento de mi vida en el cual más claramente pude sentir lo que es la Libertad. La Amistad. La Vida. El Placer. La Tranquilidad. El Amor. La Simpleza. Todo eso junto, mezclado, a la vez. Y hoy necesitaba sentirme así. Necesitaba recuperar de alguna forma todas esas sensaciones.
Necesitaba corroborar que después del miedo, de la angustia, de la desazón, de la tristeza y de la oscuridad de la noche, siempre sale el sol y con él aflora todo el resto, incluyendo un Mar Azul.
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