A veces las cosas no son como aparentan.
Los primeros cinco o seis veranos de mi vida los pasé con mi familia en un pueblito muy chiquito en Uruguay que se llama
Colonia Suiza. Este lugar queda en medio de campos donde se cultivan cítricos y que además es zona de tambos. Allí, bastante alejado del ruido y de la contaminación, había un hotel de catorce habitaciones cuyos dueños eran una familia suiza.
Además de recordar a la perfección el particular olor de este lugar (una mezcla de olor a madera y al queso de una deliciosa fondue), en esos veranos en Colonia Suiza aprendí varias cosas. Entre ellas, aprendí a andar a caballo.
Desde chiquita mis padres nos subieron a mi hermana y a mí a los caballos para que fuéramos perdiéndoles el miedo.
Allí, en Colonia Suiza, todas las tardes pasaba por el hotel una señora que se llamaba
Ofelia, y que era propietaria de unos caballos. La vieja estaba bastante hecha pelota. Siempre con la ropa sucia, la piel curtida, pocos dientes en la boca. Realmente parecía una mendiga. Ofelia ofrecía entonces sus caballos en alquiler para hacerse unas monedas, y mis papás arreglaban con ella paseos de 30 o 40 minutos para mi hermana y para mí.
Cierta tarde, recuerdo que Ofelia dijo que pasaríamos por su casa a buscar no sé qué cosa. Y la casa de Ofelia era tal cual podrían imaginarla: un rancho desprolijo, roñoso y a medio terminar en el medio del campo, con techo de chapa y rodeado de cachivaches, bosta de caballo y moscas.
Años más tarde, cuando ya las nenas habían crecido, mis padres comenzaron a cambiar de destino cada verano y no volvimos a ir a Colonia Suiza. Las vueltas de la vida quisieron que mi madrina comprara un campo justamente allí y que, en el año verano del 98 yo anduviera veraneando por Uruguay y decidiera ir a visitarla.
Fue muy fuerte para mí rememorar este lugar donde había sido tan feliz en mi infancia. Volver a ese hotel, que ahora está administrado por otra familia y es una especie de spa en vez del típico lugar familiar que nosotros conocimos, pero que aún conserva el olor a madera y queso. Volver a hacer la caminata al molino incendiado, que de chiquita me había resultado tan compleja y ahora me di cuenta que era una pavada.
Pero lo que más me asombró fue cuando en un momento, estando en el auto del esposo de mi madrina, pasamos por una casa lujosísima y ella me dijo:
"¿Sabías que esta es la casa de Ofelia?"
"¿Qué Ofelia?"
"La de los caballos... ¿te acordás?"
Parece ser que la vieja Ofelia de mendiga no tenía nada, y que era propietaria de muchísimos campos y tambos en la zona. Eso de la pobre viejita que alquilaba caballos era toda una fachada. De hecho, Ofelia había fallecido hacía un par de años, y sus hijos aún en ese momento estaban disputándose sus propiedades.
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