Shirley Temple nació el 23 de abril de 1928 en Santa Mónica (California, EEUU) y al día de hoy sigue viva.
Debutó en el cine a los tres años y filmó más de 40 películas. Sus rulos fueron famosos durante la depresión norteamericana de la década del 30. Se convirtió en la estrella favorita de todas las familias del tío Sam, y dicen que con ella se creo el merchandising de las estrellas de cine.
Por ser actriz exclusiva de la Fox, se perdió de protagonizar
El Mago de Oz (para la MGM), papel que finalmente decayó en Judy Garland. De todas formas, los Estados Unidos la adoraban y enloquecían al verla bailar el tap y cantar en sus películas, se derretían con esa sonrisa enmarcada en sus característicos bucles rubios.
Hasta que a Shirley le llegó la adolescencia, y con ella, la decadencia de su carrera. Ya no era la tierna niña que todos adoraban. Y el público la ignoró, para luego olvidarla.
Se dedicó a la diplomacia. Trabajó para la ONU y fue embajadora de los Estados Unidos en Ghana y en Checoslovaquia. Entre sus logros personales, además, venció un cáncer de mama.
De chica y de adolescente, vi algunas de sus películas, y a mí también logró cautivarme. Realmente es difícil no enamorarse de sus bucles, de su sonrisa y de su dulzura en la pantalla.
Siempre me llamó la atención cómo el público norteamericano había logrado olvidar a esta nena (como a tantas otras que existen en la historia del cine y de la televisión) pasado su momento de gloria.
Y como homenaje, o simplemente como una forma de admiración hacia ella, o como una humilde manera de intentar perpetuarla en el arte y en la vida,
yo llevo los bucles a lo Shirley Temple.Etiquetas: Porque sí