El encuentro fue un día de primavera, en una ciudad repleta de puentes. Imaginaron que ese sitio sería el puente perfecto entre sus distancias, y así fue.
La primera sensación al verse fue extraña, una mezcla entre ansiedad, timidez, vergüenza y desesperación. Sentirse extraños y, a la vez, sentirse viejos conocidos. Se miraron unos breves pero eternos segundos, se sonrieron y luego se abrazaron, deteniendo todos los relojes y acortando todas las distancias.
Se habían jurado tácitamente no hablar de sus universos reales. Durante esas cuarenta y ocho horas existirían únicamente ellos dos.
Caminaron por los puentes y la incomodidad de los primeros segundos quedó atrás con la misma rapidez con la que, tras mirarse a los ojos, terminaron derritiéndose en un beso.
Aquel lugar les ofrecía el escondite perfecto donde podían ser anónimos amantes a los ojos de cualquier desconocido. La ciudad de los puentes guardaba su secreto más preciado.
No hubo prácticamente momentos de silencio, salvo aquellos que eligieron para mirarse a los ojos sin creer todavía la locura que estaban viviendo.
Al caer la noche, una habitación de hotel guardó con discreción los gritos de placer entre sus sordas paredes. Él cumplió con todas sus promesas. Ella no lo defraudó.
El sol de la mañana los sorprendió enredados. Ella sonreía y, mientras jugaba con su cuerpo, él le preguntaba por qué.
"Es que ahora puedo atesorar tu olor para siempre. Ahora sé cuáles son tus colores reales y qué gusto tiene tu piel. Y por más que no te vuelva a ver, quedarán por siempre guardados dentro de mí, para que así pueda recordarte cuando quiera".Unas horas más tarde, sus cuerpos se encontraban en un último abrazo de despedida. Ya era la hora, y por más que intentó contenerse, ella no pudo evitar llorar.
"Te enamoraste...", le dijo él.
"No me enamoré", le respondió ella,
"Es sólo que mi mundo de fantasía es tan perfecto que a veces odio vivir en la realidad".
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