Viernes, 7 de la tarde. Llego al estudio de teatro. Algunos de mis compañeros ya estaban ahí, otros iban llegando. Todos con la misma sensación: nervios. Llega nuestra profesora. Arranca la ronda de mates.
Un ensayo rápido para refrescar los pies a los que teníamos que estar atentos durante el transcurso de las dos obras que presentamos.
Se acerca la hora. Vestuario. Maquillaje. Última prueba de luces. Ponemos las marcas de cinta en el piso para saber nuestros límites espaciales.
Última charla. Nuestra profesora que nos dice:
"Salgan con todo". Nos juntamos en el centro del escenario. Nos abrazamos todos. Gritos, gritamos hasta desarmar el cuerpo.
Se ubican los actores en el escenario. Nuestra profesora nos dice que va a dar sala. Nos quedamos solos. Se escuchan:
"Los quiero mucho, chicos". "Yo también". "Mierda, loco!".
Comienza a entrar la gente. Se van ubicando. La sala se llena. Y se desborda. Ansiedad. Yo reparto los programas. Se apagan las luces. Se ilumina el escenario.
Primera obra: El Burdel.
Los veo a los chicos actuar con todo. Y me río de cada uno de los chistes como si fuera la primera vez que los escuchara. La gente también se ríe. Hay muchos flashes. A la mitad, me toca ir a camarines, para preparar mi entrada.
Termina la obra, mis compañeros despejan el escenario. Es mi momento. El único que voy a tener para brillar sola en el escenario.
Salgo. Soy la encargada de desarmar la escenografía del Burdel y preparar el decorado para la segunda obra: El Bar. Mi Bar. Ese del cual soy la moza. Tengo que hacer todo este desarmado y armado mientras bailo "La vie en rose" al mejor estilo Michelle Pfeiffer en
Los fabulosos Baker Boys.
Arranca la obra. Todo sale increíblemente aceitado. No hay errores. No hay baches. Todos dicen su texto a la perfección. Respetamos los pies. Mis líneas salen de corrido. Los treinta y cinco minutos de obra se pasan volando, pero disfruto cada segundo de ellos con una felicidad que me desborda.
Apagón final. Suena Pink Floyd. Se prenden las luces para el saludo final. Nos volvemos a abrazar todos en el centro del escenario. Algunos lloran. Saludo al público. Pasamos la gorra. Recaudamos $200. $150 son para nosotros, limpios.
Saludamos a la gente. Felicitaciones. A todos les gustó. Comentamos. Estamos felices.
Hora de arrancar y salir a festejar. Va a ser una noche de descontrol. Caminamos por la avenida Córdoba. Somos veinte personas en estado eufórico. Llegamos a Casa Cabrera. Los $150 se van en cerveza. Bailamos y saltamos como si estuviéramos de viaje de egresados. Nos abrazamos. Nos decimos que nos queremos. Diego toma el micrófono y dedica el siguiente tema
"a todos los chicos de El Doble, que hoy tuvimos nuestra muestra de Teatro" y nos nombra uno por uno. Nos aplaudimos. A esta altura ya todos estamos desquiciados. Y así transcurre la noche: entre
Química & Risas, baile, saltitos, abrazos, besos, palabras...
Llego a casa a las 7 de la mañana. Hace 24 horas que estoy despierta. Me duele todo el cuerpo. Pero el alma sonríe feliz. Las obras no podían haber salido mejor. Me duermo.
Antes de cerrar los ojos, me acuerdo de esos doce rostros que me acompañaron durante este año, en el cual, gracias al Teatro, crecí enormemente como persona.
Para mí los
gracias nunca son suficientes, por eso los repito, y amplío: a toda la gente de El Doble Teatro Estudio, al "jefe": Lorenzo Quinteros, a nuestra profesora de actuación: Mercedes Fraile, a nuestras profesoras de contact-improvisación y corporal: Lorena Browarnik y Melanie Alfie, a Mauricio Minetti por la colaboración en la iluminación y puesta en escena, a todos los que nos vinieron a ver (especialmente a las
chicas B), a todos los que no pudieron venir pero acompañaron mi proceso, y finalmente: a los chicos de Química & Risas. Por todo. Ustedes saben.
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