Diciembre es el mes de la hipocresía.
Partiendo de la base que, desde niños, nos enseñan que debemos portarnos bien para recibir todos los regalos que le hayamos pedido a Papá Noel. Y como somos chiquitos y no tenemos noción del tiempo, nos damos cuenta que tenemos que portarnos bien alrededor de esta fecha, que es cuando tradicionalmente armamos en familia el arbolito de Navidad.
Cuando ya estamos un poco más crecidos, la hipocresía diciembrística va en aumento.
Empezando por lo laboral, solemos estar mucho más simpáticos con nuestros jefes por la simple razón de que en diciembre se llevan a cabo las evaluaciones de desempeño en la empresa en la que trabajamos. También porque durante este mes tenemos la cena de fin de año. La cercanía de las vacaciones y el cobro del aguinaldo sirven de combustible a la hora de tener que generar una ficticia buena onda en el ámbito laboral.
El despliegue de hipocresía continúa en el plano de las amistades y los conocidos. Es el momento en el cual resucitan los desaparecidos, con la excusa de mandar un mail saludando para las Fiestas o porque siempre tenemos esa suerte de encontrarnos con todo el mundo mientras estamos haciendo las compras de regalos, pan dulce y garrapiñada. Surge así la frase más escuchada del mes:
"Che, a ver si nos juntamos aunque sea a tomar un cafecito antes de que termine el año". Claro. A todos les agarra ese frenesí por encontrarse, verse, charlarse todo, como si en enero se acabara el mundo. Aparecen los
"perdón" por lo que sea, los arrepentimientos, los
"te extrañé mucho". Abundan los abrazos, los
"te quiero". Un mes propenso a las reconciliaciones de todo tipo. Y sino, al menos, intentaremos alivianar nuestra conciencia dirigiéndole la palabra a ese individuo con el cual dejamos de hablarnos durante el año.
Finalmente, la hipocresía llega a su cúspide en Nochebuena. El que esté en condiciones de afirmar que nunca en su vida compartió la mesa navideña con algún familiar que deteste, es el rey de la mentira. Siempre terminamos cenando sentados en la misma mesa que ese ser insoportable, masticando el melón con jamón, el vitel toné con ensalada rusa y toneladas de turrón sólo para mantener nuestra boca ocupada de manera tal que no lancemos improperios contra esa personita. Apuntamos contra él o ella la botella de champagne a la hora de descorchar para el brindis, anhelando tener la puntería necesaria para encajarle un corchazo en el medio de la cara.
Por suerte nos queda el 28, día de los Santos Inocentes, para gastarle a quien queramos la broma más pesada. Tanta ira contenida durante estos maratónicos treinta días tiene, al menos, su merecido desagote.
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