Hoy: B.B. apareció en un momento de mi vida muy especial. Fue en otro hemisferio, en otro continente, en otro país, con otro clima y en otro idioma. A B. lo conocí en mi primer día de clases que tuve ese frío y oscuro enero, el primero de los cinco meses enteros que viví de intercambio estudiantil cuando tenía 16 años.
Se sentó al lado mío en el colectivo que me trajo de vuelta a lo que era mi casa, rodeada por otros tantos compañeros que, como él, me miraban con ojos curiosos y me atosigaban a preguntas acerca de ese lugar extraño del que yo venía: Argentina. Y ya desde esa tarde se me hizo imposible pasar por alto su metro noventa y pico, sus ojos celestes y su actitud.
Un mes más tarde, en la misma parada de colectivo, B. me pidió el teléfono y yo se lo anoté con pulso tembloroso en una libretita roja.
Una semana más tarde, B. y yo nos escapábamos juntos de una fiesta para robarnos besos a escondidas de los demás. Esa noche, me hizo mi primera marquita en el cuello, que tuve que ocultar los días subsiguientes bajo abrigadas poleras.
Sólo mi mejor amiga se enteró de lo que pasaba entre nosotros, a pesar de que varios sospechaban ya de las miradas alevosas que intercambiábamos con B. durante las materias que compartíamos. Por alguna razón, firmamos el acuerdo tácito de que nadie sabría qué pasaba realmente.
Antes de irme, a fines de mayo, B. me regaló otra sesión de besos junto con otra marquita en el cuello y el primer ramo de flores que me obsequió un hombre. Yo dejé una carta para él en el buzón de correo que estaba a una cuadra de donde yo vivía, que él recibió precisamente al día siguiente que yo me tomé mi avión rumbo a Buenos Aires. Él no me respondió, pero sí habló con mi mejor amiga, y le explicó que había tenido que hacer un esfuerzo durante todos esos meses para no enamorarse de mí, y que lo había hecho por la sencilla razón de que sabía que a fines de mayo yo me iría y todo se terminaría.
Antes de irme, yo me compré un frasco del desodorante que él usaba y me traje su olor, para hacer más real su recuerdo. Lo tiré hace algunos años, y solamente conservé las fotos y una flor seca del ramo que me regaló. A veces pienso que esa marquita en el cuello todavía no se fue del todo y que quedó tatuada en algún lugar cercano a mi corazón.
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