Al salir del subte en Corrientes y 9 de Julio, casi me choco con un grupo que le saca fotos al Obelisco.
Caminando por Florida, una promotora de
fábricaderopadecuero acompaña durante prácticamente una cuadra entera a un alto barbudo con bermudas y mochila en la espalda. Brasileros discuten a los gritos parados frente a una vidriera. Otros sonríen y los ojos les brillan mientras contemplan a esa pareja bailando tango en la calle.
Me acerco al mostrador de la M dorada de las Galerías Pacífico a hacer mi pedido mientras la cajera de al lado le explica a otro alto los condimentos que traen los sandwiches y él hace un esfuerzo por entender qué diablos es la
cebolla.
Me siento con mi bandeja en el patio de comidas, sola en una hilera de tres mesas agrupadas. Diez minutos más tarde, un señor mayor oriental me hace una reverencia y ocupa la mesa de la otra punta. Le sonrío, afirmando con la cabeza y el se sienta a comer su sushi, y yo me quedo un largo rato observando fascinada su lógica habilidad para comer con los palitos. Y pienso en oriente y occidente conviviendo en perfecta armonía en la misma mesa y me río, mientras una pareja de rubios de unos 50 años aparece bajando por la escalera mecánica.
Buenos Aires está repleta de turistas. Y me encanta.
Ojalá ellos estén disfrutando de mi país, de mi ciudad. Ojalá estén encontrando aquí cosas con las que maravillarse, y no me refiero solamente a los precios bajos (para ellos), a la inseguridad o a la ola de calor. Ojalá ellos estén sintiendo ese torrente de emociones que corre por mis venas cuando yo misma soy turista.
Todo esto lo pensaba mientras en mi mochila tenía mi propio pasaje a Europa, recién emitido. Con fecha, con vuelo confirmado, con mi nombre. Primer gran paso concretado.
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