El lugar estaba oscuro y predominaba un intenso olor a azufre. La humedad chorreaba por las paredes negras, el aire estaba enrarecido pero me seducía. Caminé a paso lento, intentando no trastabillar, intuyendo mi camino, buscando aquella fuente de sonido que me llamaba por mi nombre propio. El repique de los tambores se hacía cada vez más fuerte. Timbales, tumbadoras, y de pronto un saxo. Percusión y viento me acompañaron hasta que llegué a esa cámara teñida de un rojo penetrante. El terciopelo bermellón en mis retinas me daba sensación de sed, mientras el calor cubría mi piel.
Y entonces lo vi, contorneando su cuerpo, moviéndose al compás de esos tambores como la flama de una vela. Increíbles movimientos sinusoidales se desprendían de su torso y caderas, proyectando una inmensa sombra negra, estimulando cada neurona de mi cerebro, excitando cada terminal nerviosa.
Me acerqué a él y no tuve miedo. De hecho lo hice con actitud desafiante, alzando mi frente. Apenas sintió mi presencia, él se volvió hacia mí, observándome con una ceja en alto y una sonrisa que exhibía casi todos sus blancos dientes.
"Acá me tenés", le dije, deteniéndome a apenas unos veinte centímetros de distancia y mirándolo a los ojos.
"Bienvenida", me respondió, "Te estaba esperando".
Tomé su cara entre mis manos y lo besé en la boca, enredando mi lengua con la suya, mezclando su aliento con el mío, permitiendo que sus manos tocaran mi espalda y mi cintura, intercambiando nuestras salivas y sintiendo todo su sabor en mis papilas gustativas.
"Ponete cómoda", me dijo el Diablo, mientras me quitaba la ropa hasta desnudarme por completo.
Mordió suavemente mi cuello y la explosión de placer que sentí, hizo que me percatara que ya nada volvería a ser igual, y que a partir de entonces cada vez que desnudara mi cuerpo y entregara mi boca en besos estaría haciendo el amor con el mismísimo demonio.
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