Difícil pensar que aquellas porciones tiradas sobre una mesa de mármol gris con canaletas alguna vez fueron personas. Pero lo fueron. Que caminaron por la calle, hablaron, sintieron, pensaron. Que fueron bebés, luego niños, adolescentes, adultos y tuvieron un trabajo, un amor, que lloraron y rieron. Que se tomaron un colectivo y que alguna vez se tuvieron que aprender la tabla del 6.
Ahora huelen raro, mezcla de olor a pata y témpera (es la mejor definición que puedo dar del formol). Ese mismo formol tiñó su piel y su carne de un color marrón semejante al vidrio que se usa para las botellas de cerveza. Ahora flotan en unos piletones y cada tanto tienen la suerte de reposar sobre esas mesadas, donde puñados de jóvenes enfundados en guardapolvos blancos los tocan con sus manos de guante de látex y con una pincita separan arterias que alguna vez transportaron sangre o tiran de músculos buscando un efecto motor. Y cada tanto servirán para que algún ayudante que se cree muy banana haga una joda. Ay sí sí, qué gracioso... típico.
Algunos logran un trato preferencial y, en vez de pasar por la mesada, quedarán enmarcados en grandes frascos. Un grupo de expertos se dedicará a inyectarles color: rojo para las arterias, azul para las venas, amarillo para los nervios, blanco para las cadenas linfáticas. Varios pares de ojos se posarán sobre ellos a estudiarlos, o bien mirarán con sus pupilas dilatadas mientras tratarán de no equivocarse en la respuesta de ese examen.
Y allá al fondo se observan las recientes adquisiciones. Todavía pálidos, rozando el tono azulado. Gordos, desnudos, desplegando sus carnes que están muy pero muy muertas sobre una camilla de acero inoxidable. Esperando su turno para ser trozados y convertirse en algo que seguramente nunca imaginaron que serían, pero que probablemente sea lo más importante que pudieran ser una vez muertos. Quizás no para ellos, pero sí para unos cuantos estudiantes de Anatomía.
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