Yo lo llamaba
el vago de la vía. Hacía tiempo ya que lo veía todas las mañanas en aquel paso a nivel peatonal, clausurado al tránsito de autos hacía más de quince años. La piel morena y curtida, la cara surcada por miles de arrugas que se apiñaban una al ladito de la otra. El sweater celeste con vivos rojos y el gorro de lana gris, más engrisado todavía por la mugre acumulada.
A veces lo veía charlar con los porteros de la cuadra. Sonreía mostrando una boca semi desdentada. Otras veces estaba en el puestito de diarios y ojeaba alguna revista. Así se me despejó la duda de si sabría leer. Evidentemente, sí. O quizás miraba las fotos. No sé.
Pensar que al principio le tenía un poco de miedo. No sé, no es un personaje muy agradable visualmente. Es de esos que cuando los ves, por las dudas, cruzás. Después me acostumbré a su presencia y prácticamente que nos saludábamos con la mirada cada mañana. Porque siempre lo veía de mañana. De tarde, cuando yo volvía a pasar por esa vía, nunca estaba. Estoy segura que él también había empezado a notar mi rutinario paso por allí, cada mañana a la misma hora. Y me vio desfilar en pescadores, musculosas y havaianas en verano; o abrigada hasta las orejas con camperota, guantes, bufanda y gorro de lana en invierno. Con paraguas bajo la lluvia. Con ojeras, bostezando. O con una carilina en la mano, transitando alguno de mis habituales resfríos. Y siempre lo mismo. Pasar, mirarlo de reojo, como de costadito. Sentir que él me miraba de lleno, de frente. Y ante la incomodidad de aquella mirada inquisidora, yo respondía con algún gesto mecánico: me acomodaba el cuello de la campera, me rascaba la cabeza, cambiaba la cartera de brazo, metía las manos en los bolsillos.
Recuerdo perfectamente el día en el que me hizo pegar el susto de mi vida. Se paró delante mío, cortándome el paso. Yo pegué un pequeño saltito y él me extendió su mano, alcanzándome un papel cuidadosamente doblado en cuatro. Lo miré, me lo guardé en el bolsillo y sin mediar palabra él me dejó pasar y yo seguí caminando. Cuando llegué al trabajo, lo leí. Decía: "
El fin está cerca".
A la mañana siguiente, caminé con paso firme hasta él. El vago de la vía notó mi presencia unos cincuenta pasos antes de que yo me frenara frente a él. Lentamente me acerqué a su oreja derecha y le dije: "
Entonces, preparate...".
Esa fue la última vez que lo vi.
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