"
¿Vamos? Estoy cansada...", le digo a mi amiga.
Salimos del bar y el viento frío del sábado a las 4 de la madrugada nos despabila un poco. Con las manos en los bolsillos del abrigo, voy caminando hasta el auto, y es al dar la vuelta en la siguiente esquina donde el destino me sorprende absolutamente desarmada.
Allí está
él nuevamente. Luego de tantos años, sigue igual... o quizás tiene el pelo un poco más largo que la última vez que lo vi, y hasta podría adivinar que subió un poco de peso. Lleva a otra apretada contra su cuerpo y rodeada por su brazo derecho. Otra que ya no soy yo.
Nuestras miradas se cruzan durante apenas un segundo, en medio del tumulto de gente que camina por esa zona tan transitada un sábado a la noche. Tal vez hayan sido apenas unas centésimas... pero a mí me resulta una eternidad difícil de soportar y aparto mis ojos, con la misma violencia con la que él dijo
adiós hace algunos años. Nadie dice nada. El mundo parece no haberse dado cuenta de este acontecimiento, pero sin embargo yo sí. Me mimetizo con el frío de agosto y sigo mi camino sin decir una palabra ni hacer una mueca.
Una vez más, me quedo muda. Y de la misma manera en que callé tantos
te quiero porque todos los que le dije no fueron suficientes, y me guardé tantos
te extraño porque lo sabía impermeable a esas palabras, aquella noche fui incapaz de pronunciar un simple
hola, que seguramente no habría cambiado en nada nuestras vidas.
Y por un instante el mundo vuelve a entrar en desequilibrio. A pesar del silencio.
"
Qué sueño que tengo", dice mi amiga, "
Ya estaba re embolada".
"
Sí, ahí adentro no pasaba nada...", le respondo. Y pienso:
acá afuera pasa de todo.
Etiquetas: Cuentos