Qué distinto que es todo.
Todo todo. Hasta los días de lluvia.
Qué distintas suenan las palabras. Porque son distintas, aunque hayan sido las mismas. Lo que cambia es que el contenido es sincero.
Qué distintas son las miradas. Y los abrazos. Y los besos. Y cuando lo miro sin que se dé cuenta. Y cuando nos miramos intencionalmente y es sólo eso: mirarnos. O mucho más.
Qué distintas son mis mañanas. Y mis tardes. Y mis noches. Los días de la semana, los fines de semana y los feriados. Cada segundo es distinto.
Qué distinto es todo cuando las cosas se dan naturalmente. Cuando es recíproco. Cuando se comparte. Cuando es mutuo. Cuando no es forzado. Cuando el otro no es un acertijo ni una incógnita, sino la esencia más transparente que se deja ver.
Qué distinto es todo cuando se siente. Y cuando ese sentimiento, lejos de dar miedo o asustar, se convierte en el dulce más preciado del que quiero más y más.
Qué distinto es todo desde que él está. Tan lindo que hasta nos parece irreal. Pero no lo es.
Es. Está. Y se siente.
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