miércoles, agosto 24, 2005
(372) LAS VALIJAS VERDES - 1º parte
Historia en tres capítulos, basada en hechos reales. Los nombres de los personajes fueron cambiados para preservar su identidad.

Allí estaba yo, haciendo la cola frente al mostrador de la línea aérea que en un par de horas me transportaría hasta mi próximo destino. Era una tarde tranquila. Otras decenas de pasajeros esperaban lo mismo que yo: llegar hasta el mostrador para poder despachar el equipaje, presentar el pasaje y el pasaporte, completar la tarjeta de migraciones... Todo marchaba con una absoluta tranquilidad y mi mente ya estaba de viaje, vagando por otros rumbos, cuando mis ojos se posaron en aquel carrito que se desplazaba por el hall del aeropuerto, y las vi: dos valijas verdes; de una de ellas colgaba un llavero con forma de patito.
Me paralicé y me sobresalté, todo al mismo tiempo. Y durante el segundo que me tomó reaccionar para buscar entre la multitud de gente que circulaba por el hall del aeropuerto el rostro de aquella mujer que empujaba el carrito con las valijas verdes con el llavero de patito, se agolparon en mi mente los entrelazados recuerdos de esta historia.

Cinco años atrás, mediante circunstancias que no vale la pena explicar, conocí a Lucas, un hombre que apenas se elevaba un metro setenta del suelo y que en ese entonces trabajaba como recepcionista en un hotel cuatro estrellas de la zona céntrica. Al poco tiempo de conocernos, Lucas y yo empezamos a salir y compartimos unos meses de nuestras vidas. No fueron muchos, pero alcanzaron para consolidar un vínculo fuerte y plagado de códigos y de un cariño mutuo que harían perdurar nuestra relación a lo largo del tiempo.
Cuando dejamos de salir, Lucas estaba buscando cambiar un poco el rumbo de su vida.
Cansado de trabajar en hoteles por un sueldo bastante mísero y cumpliendo horarios de lo más extraños, Lucas fue moviéndose por el mundo para hacerse camino. Y a pesar de que el tiempo y nuestras vidas seguían transcurriendo por separado, inevitablemente nunca perdimos el contacto. Un día me enteraba que estaba en Mar del Plata, promocionando el disco que había grabado con su banda, de la cual él era percusionista. Tiempo después me llegaba un mail con saludos de Año Nuevo desde una isla brasilera donde estaba trabajando como organizador de eventos de una posada frente al mar. Otro día me escribía desde Italia, contándome que estaba haciendo un curso de reservas aéreas. Hasta que cierto día volvió a Buenos Aires, retomó un trabajo como recepcionista en un hotel, y a los pocos días le llegó una propuesta laboral para incorporarse como auxiliar de abordo de una compañía aérea chilena, que requería, además, su traslado a Santiago en forma definitiva.
No tuvimos tiempo para despedirnos más que telefónicamente. Lucas partió hacia Chile, hizo el entrenamiento correspondiente, y a las pocas semanas ya estaba volando por el mundo.
Los siguientes encuentros (virtuales) lo llevaban, según la ocasion, a estar escribiéndome desde lugares como Nueva York, Madrid, Auckland, San Pablo, Los Ángeles, Lima o Miami.
En oportunidades le tocaba también como destino Buenos Aires. Y cada vez que los tiempos se lo permitían, Lucas me llamaba y nos encontrábamos a tomar unos tragos y compartir los relatos acerca de lo que cada uno había estado haciendo en los últimos meses desde la vez anterior que nos habíamos visto.
Fue durante uno de esos encuentros, ocurrido unos días después de mi cumpleaños, que se presentó el siguiente diálogo:
"¿Y cuántos años cumpliste?", me preguntó Lucas.
"Veintiocho".
"¡Veintiocho! ¡Estás hecha mierda!", se rió, "Pensar que yo tenía veintiocho años cuando vos y yo nos conocimos..."
"Es verdad. Y ahora tenés... ¿cuántos ya?", lo espeté.
"Treinta y dos".
"Dios mío, Lu, ¡eso es una barbaridad de años! ¿Cuándo te pensás casar?", bromeé, sabiendo que mi querido Lucas es y siempre será un soltero incorregible.
"Callate, que ya estuvieron a punto de engancharme por la fuerza..."
"¡Me estás jodiendo!", le dije, soltando una carcajada.
"No, no. Escuchá que te cuento...
Unos meses antes de irme a vivir a Santiago, yo estaba saliendo con una chica. Nada serio, no era mi novia ni nada por el estilo, pero digamos que Laura era una persona que ameritaba que me sentara a explicarle que en unos pocos días yo me estaba yendo a vivir a otro país. Así que me senté y le planteé la situación. Ella comprendió todo y unos días más tarde nos despedimos en el aeropuerto de Ezeiza. Las últimas palabras textuales que nos dijimos fueron: Bueno, vemos qué pasa...
Llegué a Santiago, empecé con los entrenamientos en la compañía aérea y, paralelamente, me busqué un departamento donde instalarme. Conseguí un lindo bulo en el piso 14 de una torre en Las Condes. Me acomodé ahí y un mes más tarde, ya estaba volando por el mundo.
Cierto día estaba en mi casa y siento que llaman a la puerta. Cuando la abro, me encuentro a Laura del otro lado, sonriendo y cargando dos valijas verdes. Y de una de las valijas colgaba un llavero con forma de patito... ¡por Dios, qué ridícula!", rió e hizo una pausa para tomar un trago de cerveza. "Yo me quedé duro, la miré y le dije: ¿Qué hacés acá?
Vine a quedarme con vos, me respondió ella.
Pero... ¿cómo a quedarte? Si vos estás recién recibida de médica y...
Sí sí, ya sé. Pero quiero estar con vos. Así que me vine y no quise decirte nada antes para darte la sorpresa.
Yo estaba en shock. De pronto esta mina, que no era mi novia ni nada por el estilo, venía a instalarse en mi propia casa, sin haberme ni siquiera consultado previamente. ¡Y encima pensaba que para mí eso era una grata sorpresa, cuando en realidad me estaba destrozando toda mi felicidad de soltero! Pero bueno, la dejé, me dio pena. ¿Adónde iba a ir sino? Le permití descargar el contenido de sus dos valijas verdes y se acomodó en mi departamento.
Intenté no preocuparme demasiado sobre este asunto, pensando que de todas maneras era muy poco el tiempo que yo pasaba realmente en Santiago. Con tantos vuelos y destinos lejanos, casi no estaba en casa.
Entretanto ella validó su título de médica en Chile. El tiempo iba pasando y a mí cada vez me molestaba más encontrarme con Laura en mi casa cada vez que llegaba de algún vuelo. Empecé a pasar poco tiempo en el departamento. Llegaba a Santiago y arreglaba con mis amigos de allá para irme de copas con tal de no estar con ella. Hasta que un día me harté y la senté con la frase matadora: Laura, tenemos que hablar.
Le planteé la situación. Le dije que así no iba la cosa. Que yo necesitaba mi espacio para estar solo y que no quería saber nada con este tema de la convivencia".
"¿Y cómo se lo tomó ella?", le pregunté mientras lo escuchaba muy atentamente.
"Bueno, al principio le agarró medio un ataque de histeria. Se puso a llorar, caminaba por el departamento, miraba por el balcón. ¡No sabés el miedo que me agarró! Pensé: ¡y ahora se me tira del piso 14 y me meto en un bolonqui terrible!
Pero bueno, después logré que se tranquilizara un poco. Al día siguiente yo tenía que volar a México DF y le dije que se tomara esos dos días que yo no iba a estar, para juntar sus cosas, meterlas en las dos valijas verdes y pensar qué quería hacer. Que inclusive si se quería volver a Buenos Aires, yo veía de acomodarla en un vuelo. Pero me dijo que no. Que ella en Santiago estaba muy cómoda y que no quería volver a Buenos Aires ni regresar a la casa de sus padres. Que yo no me preocupara por nada, que ella ya iba a conseguir dónde quedarse.
Me fui a México y todavía la llamé desde allá para corroborar que ella estuviera bien y que mi departamento siguiera existiendo, no sea cosa que quizás Laura hubiera decidido hacer algo con él, en un ataque piromaníaco, por ejemplo. Pero no. Todo estaba en orden. Laura estaba juntando sus cosas y metiéndolas en sus dos valijas verdes, y para cuando yo volví a Santiago, ella ya no estaba en el departamento. Me dejó una nota sobre la mesa del comedor, diciéndome que se iba a quedar en la casa de una amiga chilena que había conocido allá.

Continuará...

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