Siempre me parece que el tiempo pasa lento entre una Semana Santa y la siguiente. Con las Navidades no me pasa lo mismo. Cuando llega Nochebuena ya estoy pensando "Uf... Otra vez es Nochebuena! Se acaba el año, bla bla bla..." pero Pascuas es como que se hace desear un poco más.
Y quizás es porque valga mucho más la pena esperar un poco y tener cuatro días de ocio que los (como máximo) dos que tiene la Navidad.
Dejando de lado el significado religioso de cada una de las Fiestas, Pascua siempre la disfruto mucho más.
A las Navidades uno siempre llega corriendo por el trabajo, el fin de año, la cercanía de las vacaciones, soportando el aglomeramiento de gente en las zonas comerciales y etcéteras varios. Hace calor y empiezan los problemas familiares (que siempre los hay) con respecto a con quiénes SÍ tenemos ganas de pasar las Fiestas y con quiénes NO. Aparte la comida de Navidad no es rica, empezando por los (puaj!) turrones.
En cambio en Pascuas tenemos un clima más ameno, una mezcla entre los últimos rayitos calentitos del verano que se despide, y los primeros frescos del otoño. La Semana Santa llega en el momento ideal del año: cuando ya arrancaste y estás en ritmo, pero no andás corriendo, entonces viene bien el corte. Ni hablar de que encima aparece ese tesoro delicioso llamado Chocolate, en variadas formas de huevitos y conejos, con relleno de confites, bombones y hasta helado!
Definitivamente, las Pascuas siempre fueron mis favoritas. Y guardan el recuerdo lindo de la infancia donde mi mamá y mi papá (y por extensión, también mis abuelos en sus casas) dividían el living de casa en dos mitades iguales, donde mi hermana buscaba sus huevitos escondidos en una mitad y yo en la otra. Y la que encontraba los chocolates en menos tiempo, se llevaba un huevito extra.
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