Antes de iniciarme en el camino del psicoanálisis, siempre supe que si algún día llegaba a empezar terapia, mi analista sería feliz y se restregaría las manos cuando le contara mis sueños.
Hice un poco más de un año de terapia y así fue: mi analista sacó varias conclusiones importantes en cuanto a mis sueños.
Ahora que ya me alejé de este camino, concluí que los sueños son poderosos. O al menos en mí.
Y cada vez que le cuento a alguien cómo sueño, la mayoría se me queda mirando con ojos Simpson y me dice: “¿Enserioooo?”.
Es que sí. Yo sueño en colores. Y sueño con sabores, con olores, con sonidos, con tacto. Los cinco sentidos están presentes.
Sueño en primera persona (o sea: yo, protagonista de mi sueño, desde mi propio cuerpo) y en tercera persona (a veces me puedo ver desde afuera, como si estuviera mirando una película). Y en ambos casos, también pienso durante los sueños. O sea: actúo, hablo. Y pienso. Y duermo.
La gente que me rodea se agrupa en categorías, ya que si alguna vez los soñé, es porque ya son importantes en mi vida. Sino, es porque aún son insignificantes.
Sueño resoluciones de situaciones o problemas, y cuando las aplico en la vida real, me salen bien.
He tenido sueños premonitorios.
He tenido sueños “tranquilizadores”, por ejemplo, con gente que ya murió y me envía mensajes de tranquilidad desde el “más allá”. Y también, cuando me agarro broncas fuertes con alguien y no puedo gritarle en la cara, me descargo en sueños y a la mañana siguiente ya estoy mejor.
Y por supuesto, también he tenido de esos sueños que son tan terribles que te predisponen mal para el día que se inicia. O todo lo contrario.
Sueño de noche, cuando duermo profundamente. Sueño de tarde, si duermo siesta. Si me quedo dormida en un colectivo, también soy capaz de soñar... Sueño siempre.
Inclusive tengo una técnica: cuando estoy muy mal, muy deprimida, o cuando estoy aburrida, sólo cierro mis ojos, elijo un tema... y sueño. Y dejo que el fluir de lo conciente a lo inconciente me lleve adonde quiera...
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