Y los médicos lo palmean a mi papá. Se consultan entre ellos, se miran, la miran a ella. Y como pidiendo disculpas, nos dicen:
"No nos explicamos cómo es que sigue viva...".
Sí, claro. Tiene 83 años, demencia senil, un tumor del tamaño de una pelota de golf en el útero, insuficiencia respiratoria, insuficiencia renal completa, arritmia cardíaca, trombosis en una pierna, trastornos de coagulación sanguínea... sólo por nombrar algunas cosas, porque en realidad tiene más.
La uremia está en valores elevadísimos, y obviamente, no orina. Hace cinco días que ya no le dan de comer. Solamente recibe una gota de suero cada siete minutos. Sí, leyeron bien. Es decir, que un sachet de suero le alcanza para todo el día. Sólo eso. Ya no más medicaciones, nada de respirador, nada de aparatología, nada de nada. La sostiene simplemente esa gotita transparente que le ingresa al torrente sanguíneo cada siete minutos.
Esta mujer no es Highlander. Es mi abuela paterna, Catalina. La última abuela que me queda.
Esta mujer sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial. Estuvo prisionera en un campo de concentración, trabajando para los rusos. Cuando mi abuelo, que ya estaba en Argentina con mi papá, la encontró a través de la Cruz Roja finalizada la Guerra, la tuvo que canjear, luego de "arduas negociaciones" por un cargamento de penicilina (divino tesoro en época de guerra!). Y así podría seguir contando nuestra historia familiar durante horas y parecería una novela, pero es nuestra realidad... Y así, quizás, los médicos entenderían cómo es que esta mujer está tan aferrada a la vida, aún en lo que deberían ser sus últimas horas o días. Pero... cómo explicarlo, ¿no?
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