Kathalina nació hace 83 años en una colonia alemana en la ex Yugoslavia, en el marco de una familia dedicada a las tareas de campo. Como ocurría en ese entonces en las familias pobres y numerosas, los padres elegían a uno de sus hijos para que recibiera la mejor educación que podían proporcionarles, mientras que con los otros "se hacía lo que se podía". La elegida fue Kathalina.
Se casó a los 18 años con otro paisano, Josef. Un año más tarde, tuvieron a su único hijo: Rolf.
La tranquilidad de esta colonia de campo se vio alterada dos años más tarde, cuando, recién estallada la Segunda Guerra Mundial, los rusos tomaron el pueblo y separaron a sus prisioneros en categorías: los hombres combatirían en el frente (esta fue la suerte de Josef), los niños y las abuelas irian al campo de concentración (destino de Rolf y Katharina, la mamá de Josef) y a las mujeres jóvenes se las mandaba a trabajar a los campos (allí le tocó ir a Kathalina).
Varios años más tarde, finalizada la Guerra, alguien contactó a Kathalina a través de la Cruz Roja. Era su marido, quien, habiendo sobrevivido y escapado de Europa, se encontraba ya viviendo en Buenos Aires, junto con su hijo y su madre, quienes también habían escapado y a quienes también había encontrado a través de esta institución. Tras arduas negociaciones y a cambio de un cargamento de penicilina, los rusos la dejaron ir y ella se embarcó junto a otros que habían visto y sobrevivido a los mismos horrores. Cuarenta y cinco días más tarde, pisó esta tierra desconocida, y se reencontró con su familia después de años de no tener noticias el uno del otro. Su hijo Rolf estaba a punto de tomar su primera Comunión. Ya no era el bebé que le habían quitado de las manos en su pueblo.
Cuando llegó, le cambiaron su nombre a Catalina. Vivían en una humilde casa en la Ciudad Jardín del Palomar. Tuvo que aprender un nuevo idioma a la fuerza: el castellano. Ella se ocupaba de las tareas del hogar mientras (el ahora también "rebautizado") José trabajaba de sol a sol para mantener a la familia.
Con el correr de los años, la familia se puso de pie. José tenía un puesto ejecutivo en una empresa alemana importante, Rolf estudiaba Administración de Empresas, y se mudaron al barrio de Belgrano. Pero ella, secretamente, extrañaba Europa. No se sentía cómoda viviendo en esta ciudad. Quizás por eso intentó varias veces convencer a la familia para que se mudaran a Maschwitz o a Bariloche o a la zona de Hua Hum o a Córdoba. Quizás por eso era tan feliz cada vez que podía hacerse una escapada a Alemania y reencontrarse allí con su hermana, su cuñado y sus sobrinos.
Catalina tuvo dos nietas: Andrea y Natalia. Puedo hablar desde mí diciendo que esta señora fue quien me enseñó en mi niñez muchas canciones alemanas. Quien armaba en su casa un gran mundo de fantasía para mí y me dejaba jugar a absolutamente todo. Quien me llenó de regalos y chocolates. Quien me preparaba galletitas de manteca o de miel o torta de manzana, todas las semanas. Quien me inculcó cómo poner bien una mesa y me transmitió el amor por la cocina, y principalmente por la repostería.
Ayer Catalina abandonó su piel. Lo hizo tras años de ausencia, sumergida en una demencia senil que ya no le permitía reconocer ni disfrutar nada. Hacía mucho que había dejado de ser
mi abuela en los términos en los que yo la conocí.
Dejó de respirar a las 7 de la tarde, justo cuando yo me despertaba pensando en ella, después de haber soñado que era chiquita y estaba cocinando una torta, escena habitual que compartimos en mi infancia. Quizás quiso despedirse de mí dejándome ese dulce recuerdo en la mente por siempre. Y por eso hoy, y espero que de aquí en más cada día, no siento dolor en decirle, en silencio:
adiós, hasta pronto...Etiquetas: Mar adentro