¿Te acordás cuando yo te decía que me quemabas? Siempre buscando tu calor y vos terminabas quemándome. Y yo te decía: me quema tu boca. Me quema tu piel. Tus manos. Tu lengua. Me quemaban hasta tus palabras. Las que decías y las que callabas.
Tu analgésico preferido era darme esa mínima demostración de cariño. Era el bálsamo para mi alma en carne viva. Curaba temporariamente mis heridas, hacía supurar mis ampollas y listo: todo se reconstituía y una vez que sanaba, yo corría a buscar tu calor. Porque hacía frío sin tus abrazos.
Hubiera preferido que la piel tuviera una memoria de registro, que al acercarme a la fuente de calor me recordara que si me exponía demasiado, podía quemarme. Pero no. Insistí en poner a prueba la capacidad y la velocidad de reconstitución de mis tejidos.
Ahora que encontré fuentes de calor dentro de mí y ya no necesito buscar tu abrigo, sólo me resta decirte que tengas cuidado. El hielo también puede quemar.
Etiquetas: Mar adentro