Y a la larga me di cuenta que en realidad yo te prefería así: recio. Con esa coraza del metal más duro e impenetrable. Con esa actitud de
nada me importa demasiado, todo es descartable, viva la joda.
Te prefería así porque me dabas trabajo. Porque entonces festejaba mis pequeñas victorias cuando lograba penetrar en tu alma y me mirabas con los ojos húmedos. Cuando por fin estábamos hablando el mismo idioma. Cuando ya no mentías e inclusive dejabas de reírte por todo y de todo. Porque prefería saber que en definitiva eras un ser humano sensible. Y que cuando te caías, el pozo era tan profundo que te desesperabas. Entonces acudías a mí. No importaba la hora ni el día. Venías corriendo y me abrazabas llorando. Como si fueras un chico. Pero eras un hombre.
Esos pequeños momentos.
Otras veces te sorprendí y me dejé sorprender por tus gestos de cariño. Fueron pocos los que me dejaste ver. Muchos otros los espié. Como aquellas veces en las que durante la noche te preocupabas por mantenerme tapada, mientras yo fingía estar dormida. Era la única manera que tenía de saber que cuando te atacaba el insomnio, pasabas largos ratos observándome. Y que también rozabas suavemente mi piel con la punta de tus dedos, procurando que yo no me despertara.
O cuando me enteraba por terceros las cosas lindas que decías de mí. De lo mucho que te gustaba estar conmigo. De lo buena persona y compañera que era. Qué inteligente, qué linda, qué divertida... Una cantidad de elogios que pocas veces te escuché decirme cara a cara. Pero tenía que conformarme con esa realidad.
Por todo esto fue que sabía que el día que yo te mostrara mis propias debilidades, ibas a poder contenerme. Si hubiera levantado apuestas al respecto, me habría hecho millonaria.
Y finalmente un día ocurrió. En el preciso instante en el que debería haber estallado de placer, estallé en llantos. Incontrolables. Ese llanto que ahoga y que venía directamente de un alma que estaba tan desnuda como nuestros cuerpos.
Y me abrazaste. Tan fuerte que creo que todavía debe haber células de mi piel en la tuya. Me llenaste de besos y me secaste las lágrimas con tus dedos mientras me decías:
"Tranquilizate, soy yo, estoy acá, con vos...".Y yo sabía perfectamente que eras vos. Que estabas ahí. Conmigo.
Lo que yo quería era que fuéramos nosotros. Y que estuviéramos allá. Juntos.
Pero nunca pudimos ser tal cosa.
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