Yo caminaba tranquila por la orilla. La arena fina y caliente masajeaba mis pies. El sol me abrazaba, una brisa me rodeaba. La sal le daba a tus costas un perfume único.
Caminaba por la playa y así estaba bien. Hasta que el rugido de tus olas me llamó y me invitó a nadar en tus aguas.
Dudé. Dudo. Sigo dudando si zambullirme y nadar mar adentro pasando la rompiente, o quedarme de este lado donde todavía hago pie. Porque las olas son fáciles. No asustan. Están ahí y sólo es cuestión de que me mantenga aferrada con una cierta estabilidad capaz de oponer resistencia a la fuerza del agua y, llegado el momento, saltar. O meterme de cabeza.
Pero me pregunto qué habrá después de la rompiente. Me pregunto cuán profundo serás, mar adentro. Cuál será el color de tu agua. Si la concentración de sal será excesiva. Si habrá algas, peces o tiburones. Si la temperatura será tan helada que me congele o, por el contrario, tan cálida que me fatigue. Si seré capaz de mantenerme flotando o si vas a encargarte de hundirme. No sé. No sé qué hay más allá. Y quiero ver, claro que quiero ver. Pero también tengo miedo. No, miedo no. Tengo esa fatal mezcla de curiosidad, calma e incertidumbre. Tengo en mi cuerpo la marca inconfundible de alguien que ya sobrevivió a otros naufragios, una marca que me recuerda experiencias que insisten en que me maneje con prudencia cada vez que decido meterme a nadar en algún mar. Y a veces esas mismas marcas me convierten, a mí también, en una persona hermética.
¿Qué puedo pedirte? Nada.
O tan sólo que al menos, si te importa, ices la bandera del color que corresponda.
Roja: prohibición de baño. Negra y roja: mar peligroso. Amarilla y negra: mar dudoso. Celeste: mar bueno.
Vos dirás...
Etiquetas: Mar adentro