Caminé lentamente y cuando llegué a la orilla mis oídos se habían ensordecido para todo lo ajeno a lo que mis ojos contemplaban.
Me senté en una piedra y abracé mis rodillas. El viento feroz desordenaba mi pelo y llenaba mis pulmones del aire más puro, saborizado con eucaliptos y otras resinas que soy incapaz de distinguir.
La noche nublada pero no del todo, dejaba pasar unos rayos de luna que teñían el agua de un color gris plateado. Sobre el fondo, las montañas custodiaban el lago como centinelas vestidos de negro.
Con todo el respeto que me merecía tanta naturaleza, alterné entre mantener mis ojos bien abiertos para mirar todo lo que mis retinas pudieran abarcar de ese lago, y cerrarlos simplemente para darle prioridad a que mis otros cuatro sentidos se impregnaran de registros.
Lo sentí como una fuerza arrolladora. Allí estuve fácilmente unos cuarenta minutos, o más... no sé, creo que perdí la noción del tiempo. Pero de alguna extraña manera, le pedí al lago Traful que me prestara esas fuerzas para poder aplicarlas en mí y en la cantidad de asuntos que quería resolver al volver. Y le pedí también que me dejara usar el recuerdo de esa noche cada vez que necesitara recobrar fuerzas o me sintiera perdida o abrumada. Cada vez que mi cabeza perdiera el contacto con lo natural, o se distrajera sobredimensionando problemas. Cada vez que sintiera que no podía salir, pedí que el viento me enseñara a encontrar los recovecos ocultos por donde él sí lograba filtrarse.
A cambio, le prometí volver. Ya pasó un año y todavía no sé cómo voy a agradecerle algo que aún no entiendo cómo pasó ni en qué forma me ayudó. O quizás sí. Quizás es que la clave está en eso: en volverse a la naturaleza misma, en observarla y aprender de ella. En ser capaz de poder aplicar sus ejemplos para nuestra insignificante existencia individual.
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