No sé por qué fue ni qué disparó ese recuerdo, pero iba en el colectivo y me puse a pensar en vos. Quizás haya sido la oscuridad de la noche o simplemente una manera de abstraerme mentalmente de los ruidos, risas y palabras que generaban los distintos grupitos de jóvenes que, como yo, viajaban en la línea 59 un sábado a la 1.
Miles de fotos se me vinieron a la mente. Un aluvión de recuerdos acumulados durante los 18 años que te conocí. Sentí el olor de tu casa y pude escuchar tu voz contándome la trama de esos libros de lomo entelado que conformaban el tesoro de tus cuatro enormes bibliotecas.
Volví a admirar tu capacidad para sobreponerte de los reveses más duros que te dio la vida. Tu empeño por mantener siempre a la familia unida; esa misma familia que una guerra te había atomizado y a la cual tuviste que mudar del otro lado del océano.
Me acordé de todas las cosas que hubieras querido que yo fuera y de las expectativas que tenías puestas en mí. Y no sé si te desilusioné un poco o no, pero nuestra gran diferencia era que yo nunca me llevé bien con los números.
Me volví a sentar en tu cocina, donde competíamos a ver quién de los dos era más goloso y se comía la mayor cantidad de porciones de torta o de galletitas recién horneadas; una competencia que siempre la hacía reír a Catalina, tu mujer. Sí, aquella mujer por la que te desviviste desde tu juventud y con la cual transitaste exactamente 58 años de tu vida. Aquella por la que diste todo.
Te vi sentado, escribiendo tus memorias en la Olivetti, ese pilón de papeles que hace años sigo intentando encontrar porque siento que éste es el momento de mi vida en el cual tengo que leerlo. Y no sé... es como si estuvieran escondidos en algún rincón de esa enorme casa que habitabas, junto con el libro del árbol genealógico de esta familia a la cual yo corto como última rama, por ser la menor de todas las mujeres que llevamos tu apellido.
Te recordé paciente, explicándonos siempre todas las inquietudes que teníamos mi hermana y yo. Eras una enciclopedia abierta, pero tenías la humildad suficiente para reconocer que había cosas que no sabías. Y era entonces cuando volvías con uno de esos libros de lomo entelado de cualquiera de las cuatro bibliotecas en la mano, te calzabas los lentes y no dabas por finalizada tu investigación hasta encontrar la respuesta.
Y ya con una lágrima asomando, maldije a esa bola de células malas que atacó justo la parte de tu cuerpo que yo más admiraba: tu cerebro.
No sé dónde estarás. No soy de las personas que se preguntan adónde va la gente cuando abandona su envase. Pero hubo algo en el aire del colectivo que avanzaba por Las Heras que logró tranquilizarme en el momento preciso en que la lágrima descendía tímidamente por mi mejilla. Y simplemente eso fue todo. Volvió la sonrisa y me quedé disfrutando de haber vuelto a pasar un ratito con vos.
- Dedicado a mi abuelo José -
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