Pensaba en las marquitas indelebles que dejan este tipo de historias como la nuestra. Ya pasó mucho tiempo y por suerte dejaron de doler, pero siguen estando. Y de pronto hay veces que me sorprendo a mí misma haciendo esos chistes de los que vos te reías o usando tus frases. Otras, me encuentro haciendo todas esas cosas que pensé que nunca más podría volver a hacer, porque eran las que compartía con vos. Me asombra la capacidad de recuperación que tiene un alma herida o un corazón estrujado y destrozado.
El problema es que para reestablecer mi orden interno, no logro terminar de encajonarte en ningún lado. Ése fue siempre nuestro dilema: la incapacidad para etiquetar, para ponerle nombre a lo que sospecho fue mi amor más intenso y a la vez menos tangible. Mantenerte en secreto durante tanto tiempo fue una evaluación de la habilidad para mentir, ocultar o transformar la realidad. Fue un entrenamiento de resistencia a la adrenalina, al placer extremo que debe silenciarse y se transforma en morbo.
Hace poco bromeábamos diciendo que el día que tanto vos como yo logremos establecernos con alguien en una relación formal y comprometida, se acabaría el mundo. "No nos lo merecemos", dijiste. Y no, no tenés razón. Yo sé que no sólo lo merezco, sino que también lo quiero. El problema es que todavía sigo arrastrando todos aquellos miedos que me inculcaste: miedo a pronunciar palabras innombrables, a asumirme, a enamorarme, a comprometerme, a cuidar de otro, a confiar, a decir y expresar lo que siento. Algunos lo llaman autoprotección. Creo que en realidad tengo miedo a la posibilidad de volver a sentir el inmenso dolor que me causó decepcionarme con vos y admitir mis errores. Miedo a olvidarme que la piel más deliciosa puede tornarse indescriptiblemente amarga.
Pero bueno, si de estas ruinas ya reconstruí tanto, me parece que también es hora de que siga mirando hacia arriba -
a ver hasta dónde soy capaz de llegar-, en vez de mirar hacia abajo y revolver entre los escombros de algo que ya no existe.
Etiquetas: Mar adentro