Uno está y va por la vida como puede.
Y hay otros tantos millones por el mundo que te rodean, que existen, que son, pero de los cuales solamente tenemos noción de conocer a una ínfima parte de ellos.
Y de pronto, de la nada, aparece otro uno, que entra en tu vida y por un mágico designio se convierte en una persona significativa. Pasa a formar parte de aquella porción de gente que nos rodea, pero vistiendo un halo especial.
Si tenés la (mágica) suerte de convertirte a la vez en algo especial para el otro, se establecerá un vínculo. Y a partir de ese momento, ese otro pasará a ser parte esencial. Ese otro se convierte quizás en la persona más importante, en la que llega a conocerte hasta tus más oscuras profundidades. Es, durante un tiempo, quien sabe todo de vos.
Por las circunstancias que fueren, puede ocurrir que un día, de la misma forma en que ese otro se transformó en un ser especial, vaya perdiendo su magia. Y sale. Simplemente se va, lentamente tal como llegó. Puede ser en silencio. Puede ser haciendo mucho ruido.
Y pasado un tiempo, ese otro volverá a formar parte indefectiblemente de aquel millón de seres de los cuales volvemos a no saber nada, a no pertenecer.
Sólo nos quedan algunas cosas: la certeza de saber que esa persona existe. Los recuerdos de aquellos momentos compartidos. Un trasfondo sentimental que nunca se pierde. Un vínculo tácito que seguirá siendo especial.
Y de aquella porción de otros que vinieron, pasaron y se fueron, se puede a veces tener la suerte de seguir manteniendo con alguno una relación pacífica, respetuosa, tranquila, afectuosa. Se puede llegar a alcanzar un equilibrio y una armonía que no es fácil, pero que es muy sano. Y que se disfruta. Son aquellas personas con las cuales te regocijás de poder seguir manteniendo un
código, una
conexión mental y una
sensibilidad para percibir estados que, lejos de doler, se agradecen.
A veces la vida es buena con nosotros. Especialmente cuando sabemos que los dos hicimos las cosas bien.
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