Dicen que una de las cosas más dolorosas de crecer, es cuando te das cuenta que mamá y papá son seres humanos, y por ende se equivocan. Cuando lográs ver que ellos también cometen errores y que pueden actuar como adolescentes encaprichados y, por ejemplo, jugar a ser los personajes de
Montaña Rusa con su grupo de amigos, o conseguirse una amante por internet que viva en Venezuela y con la cual chatear y usar camarita web y micrófono.
Durante nuestra propia adolescencia o juventud -más tarde o más temprano- aprendemos también que nuestras parejas pueden defraudarnos. Que aquel que nos juraba amor eterno y podía pasar tardes enteras con una soñando con la casita y los nombres de los hijos, un buen (mal) día decidió probar la suavidad y la textura de las sábanas de su compañerita de facultad.
Desde que tengo uso de razón, detesto muchísimo que las personas falten a su palabra.
Creo que por eso soy más que precavida en lo que le digo a los demás, e intento por todos los medios no prometer cosas que no sé si voy a poder cumplir. Trato de mantener un equilibrio entre lo extremadamente soñadora que soy, y la más cruda (y no siempre optimista) realidad terrenal.
Los padres nos muestran que también se mandan cagadas.
Dicen que de los cuernos (y de la muerte) nadie se salva.
Pero algo a lo que sistemáticamente me resisto a acostumbrarme es que un amigo me defraude, me decepcione o falte a su palabra. Y puedo llegar al extremo de sentirme terriblemente mal cuando un amigo no reacciona de la manera que yo espero ante hechos puntuales.
Seré naïf, evidentemente. Aquí aparece más que nunca ese costado ingenuo de pensar que siempre elijo bien la gente que me rodea. Pero tengo que terminar de entender que todos podemos cometer errores, y que a veces sólo nos queda la paciencia y untarnos con un poquito de jabón para que no todo importe tanto.
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